En Carelia es donde han nacido los más profundos mitos de Finlandia, donde se generó el Kalevala. En Lapenranta, en el lago Saimaa, parten cruceros hacia la Carelia rusa. En Ilomansi, junto al lago Nuorajarvi, cerca de la frontera rusa de ahora, está la aldea de Parppeinvvaara, donde el bardo Jaako Parpei tocando el kantele le contó a Lonrot las leyendas que inspiraron el Kalevala. En Kuhmo, al norte, se instalaron los artistas carelianos, y allí está la Aldea del Kalevala, desde donde Elías Lonrot recorrió infinidad de aldeas escuchando los mitos para pergeñarlos en una gran historia. Me encantaba pensar en ese lugar y a veces imaginaba combinaciones de transportes, sacrificar otros lugares, para llegar hasta allí. Estaba lleno de encanto para mí el pensar en eso. Allí era donde perduraban las costumbres más ancestrales, donde se conservaba más la cultura tradicional, donde resistió a los siglos de predominio ruso y a la apisonadora estalinista. Todavía quedaban tantos viejos en esas zonas cuando vivía Lonrot que podían contarle tantas cosas.
Por eso lo más misterioso de Finlandia es esa región y es la más remota y menos visitada por los turistas, y por ello mismo la más auténtica, y la que está más metida en el corazón del país. No está hecha para turistas, allí late de verdad el alma de Finlandia. Allí suena la melancolía poética de los grandes mitos derrotados y siempre vivos. Y una gran parte pertenece todavía a Rusia. Eso es algo más para estar melancólico, el corazón de Finlandia pertenece a Rusia. Pasa lo mismo que con Armenia, los lugares más íntimos de Armenia pertenecen ahora a Turquía. Las fronteras absurdas de los estados cortan lagos, bosques y caminos. Pero uno sueña con Carelia, y hasta ese mismo nombre suena lleno de evocaciones. Lo que más lamento es no haber estado allí, lo que más me gustaría, más allá de todos los convencionalismos, si volviera a Finlandia, es perderme por allí. Allí está la fantasía que forma el ser más íntimo de Finlandia.
Y esa era la zona en la que vivió y sintió profundamente Edith Sodergran, fundiéndose con la naturaleza por sus sentidos desatados por la tuberculosis, igual que John Keats o Katherine Mansfield. Y con esa rebeldía interior que le daban las ensoñaciones de la naturaleza o las fantasías nocturnas. Muchas veces he disfrutado de la poesía de Sodergran, aun a través de la mutilación de las traducciones, olfateando a través de palabras lejanas el espíritu de esa mujer y su manera de latir. Una vez en la sierra de Avila, cerca de Arenas de san Pedro, un grupo de personas subían al pico Almanzora, y yo me quedé sentado junto a un arroyo leyendo los poemas de Sodergran. Recuerdo que quedé hechizado, sobre todo porque los leía varias veces, intentando conseguir la acuidad que dejara pasar su sustancia, que permitiera destilar sus palabras. En esos poemas había un contacto loco con los bosques, una ruptura de las barreras de los sentidos, un fluir con esa naturaleza fantasiosa y enloquecida de Carelia, esa riqueza tan intensa que le permitía escapar a una época de intolerancia y fanatismo, de simplismos destructores y amenazas ideológicas. La gente con sus ideologías cortantes y ella en mitad de los lagos susurrantes. Sintiendo que se convertía en otra cosa, por eso decía: “ no soy una mujer, soy un ser indefinido” (“Virgen moderna”, de “Poemas”, 1916), claro, ¿cómo iba a definirse cuando se sentía tan intensamente, tan desatadamente en mitad de las noches junto a los lagos?.
Muy cerca de la muerte presentida, cuando sabía que el final estaba cerca y por tanto todo le chillaba en los ojos, que tenía que dejarse de zarandajas. Por eso su deseo más profundo, su paraíso más soñado, era estar en el columpio de su jardín con un libro entre las manos escuchando todo. No deseaba ninguna otra cosa. Ese era su paraíso, sentir totalmente lo más sencillo de su casa, ahondar su vida más sencilla, igual que hizo en Nueva Inglaterra Emily Dickinson. La vanguardia le sirvió para romper los convencionalismos, dio paso a sus visiones y a sus ocurrencias, por eso la tuvieron por loca y muchos se escandalizaron de ella. Intentó tener éxito entre los escritores de Helsinki y hacer vida literaria, pero la tomaron por una esquizofrénica y no le hicieron caso. Solo unos pocos espabilados comprendieron lo que había descubierto su soledad visionaria.
Y así, mientras vivía de prestado, mientras la amenazaban por un lado y por el otro, mientras no la comprendían porque rompía con todo, ella se ponía en otro mundo. Le sirvieron Nietzsche y otros autores parecidos para liberarse de los convencionalismos y respirar con fuerza un vitalismo dionisíaco. Y acabó hablando del país que no existe (“El país que no es”, póstumo, 1925). Tal vez ese país era Carelia, que todavía pertenecía a Rusia, que todavía ahora no es Rusia ni está en Finlandia, es como esos lugares tan intensos para los que la burocracia no tiene papeles, para los que el lenguaje convencional no tiene nombres.
Es sencillamente ese mundo de intensidad que se abre con los lagos y los bosques, con los susurros y los espectros, con las indicaciones de la noche, con la libertad interior, y que no tiene cabida en lo que los hombres pueden ver. Al fin y al cabo Carelia es un sueño. Es el no-mundo de que hablaba Cirlot. Un país que consiste en el corazón de Finlandia, que está hecho de agua y de bosques y de mitos, de pueblos inaccesibles y de lugares en los que nadie piensa, donde las soledades permitieron guardar las antiguas leyendas, donde los ejércitos se pierden. Ese mundo de ligereza y de fantasía en que yo he soñado tanto cuando pensaba en Finlandia. Yo estuve en san Petersburgo y es una ciudad grandiosa y bellísima y era la puerta del Báltico y la señora de ese mar. Y desde el Almirantazgo se presentía que por ahí se llegaba a toda Europa. Sodergran estaba allí cerca, ella nació en la gran ciudad trazada por un emperador que pensaba en Europa, pero su vida se desarrolló en ese mundo de ligerezas y fantasías en su rincón de Raivola, en Carelia. Y por eso su poesía resulta fascinante.