Movimiento, permanencia y otra vez movimiento. Evolución social.
Suele bastar con mirar alrededor, enfocarse en lo cercano y limitarse a lo humano para ver movimiento. Se ve tan claro que parece cierto y sin embargo… la historia no lo avala. Sólo los desplazamientos elásticos, con pronta vuelta a la posición inicial, encuentran eco en lo socialmente aceptado. ¿Es entonces la sociedad que se opone a lo natural? ¿O el ojo, tan humano, el que queda engañado en distinguir lo natural en sus pares?
Se distribuye profusamente el concepto de identificación de lo animal, por oposición a lo vegetal, en base a la capacidad de desplazamiento. A su vez, lo humano se abre paso entre lo animal y adquiere particularidad por su composición integrada con participación no sólo de aspectos biológicos, sino también sociales. En efecto, la, antaño aceptada concepción de lo social como un agregado a la humanidad fisiológica preexistente ha cedido su puesto ante la visión contemporánea dialéctica y compleja por la cual biología y determinaciones sociales constituyen por igual el entramado complejo y singular que determina la humanidad.

Tourist crowd © Harald Groven
Sin embargo, negar el movimiento implicaría ir más allá de la diferenciación con el resto de los animales y, más puntualmente, de los mamíferos. Atacaría de lleno la discriminación más básica que nos distingue del reino vegetal y nos convertiría en una fracción más de aquel.
Trasladándonos a la cotidianeidad, vemos cómo el desplazamiento humano tiende irremediablemente a constituir un fenómeno aislado y no una característica de todos y cada uno. La migración debe tener un motivo de vital importancia -y con cierto contenido de drama- que la justifique para evitarse el cuestionamiento del entorno. De lo contrario, la sociedad, que nos constituye y nos aporta significado, interpreta al movimiento como distanciamiento y abandono. Esto sucede, de hecho, en los casos excepcionales en que la migración más o menos permanente surge de la curiosidad y el instinto aventurero.
Los viajes mismos -sin llegar a lo extremo, en tanto más permanente, de la migración– llevan largos años siendo objeto de diferentes puntos de vista que poco tienen que ver con una necesidad fundamentaba en lo más elemental de la naturaleza humana. Para algunos, pues, constituyen marcas de posición económica; para otros, no pasan de meros descansos de la rutina y en verdad, se muestran casi indiferentes frente a las opciones de trasladarse efectivamente o sólo abandonar las actividades típicas y simplemente descansar o dedicar su tiempo a actividades recreativas en conjunto con integrantes de su entorno afectivo.
Claro que también, cada tanto, uno se entera de que alguien que ve las cosas de otro modo. Aquellos que perciben los peligros y las necesidades básicas de un modo original, o simplemente diferente, logran establecer prioridades que también se alejan de lo habitual. Algunos optan por cambiar el destino turístico más cercano preferido por la mayoría por algún punto situado en el lado opuesto del planeta; otros, no van muy lejos en el espacio pero sí conceptualmente, decidiéndose por la práctica de hitchhiking (hacer dedo o pedir un aventón); están también quienes eligen cambiar la simple idea de un viaje por algo más arriesgado que entre dentro de la categoría de expedición, como por ejemplo atravesar un continente entero en auto, moto o bicicleta, o un océano en embarcaciones pequeñas. Las diferencias de prioridades se manifiestan típicamente también en el hospedaje. Así, mientras algunos no resignan los hoteles por preferir aún el lujo a la experiencia, cada vez más son los que prueban suerte en hostels o se aventuran valiéndose de carpas en los entornos desolados y recurriendo, allí donde la demografía es más densa, a la hospitalidad de miembros integrantes de redes de viajeros (como Couchsurfing) que ofrecen no sólo un lugar donde quedarse sino también, y especialmente, la posibilidad única de involucrarse en los modos y la cultura característica de cada sitio.

On the road again © Cheryl VanStane
Por otra parte, y aunque a más de uno pueda parecerle incomprensible, no faltan aquellos que deciden correr la suerte de los otrora marginados, en la antigüedad, por el exilio y eligen explorar la “barbarie” convirtiéndose, por voluntad propia, en expatriados. Optan por los destinos más variados, prefiriendo muchas veces entornos radicalmente opuestos a su lugar de origen que obligan al desafío y no dejan más opción que el desarrollo de ingenio para la supervivencia y la adaptación.
Los medios, no sólo económicos sino también de transporte y comunicación, han configurado la justificación histórica por excelencia para abstenerse de la concreción del movimiento. Como consecuencia, la distancia, el idioma, la disponibilidad de capital excedente, y el exceso de destinos “impostergables” para ese excedente -cuando existe-, configuran parte del entramado de excusas típicas. Por el contrario, algunos consideran la utilidad de la innovación vertiginosa de los últimos tiempos y cambian su parecer a la luz de las ayudas que la existencia de compañías de transporte de bajo costo y la tecnología en las comunicaciones pone de manifiesto. No faltan, sin embargo, quienes se resignan y admiten que la limitación no es otra que el miedo o incluso la baja tolerancia a la resignación de comodidad.
Las sociedades, por su parte, llevan en su seno la idea de unidad. Está institucionalizado como parte del inconsciente colectivo que para tener sentido, como humano, es necesario pertenecer a una comunidad que aporta identidad y contexto para el desarrollo individual. A la preocupación por la pertenencia, subyace esencialmente la preocupación por evitar lo opuesto: quedarse solo. En lo profundo de sí, las personas llevan el miedo a que se vayan todos y quedar aislados. Quizá esta haya sido la base para la imposición más o menos explícita de culpas a los desprendidos, aquellos que osan no priorizar el bienestar de sus pares y, en su afán aparentemente egoísta, abandonan su comunidad de origen.

Denver International Airport © – EMR –
El efecto secundario que ha acabado derivando de este intento desesperado de sobrevaloración de la sociedad de procedencia es el etnocentrismo con toda la gama de intensidades con que se manifiesta en los distintos grupos demográficos. Si consideramos las grandes acciones de masas y la historia reciente, nos sorprenderíamos al ver que la ingenua necesidad de compañía y entorno social hayan podido sustentar, en su punto más radical, los totalitarismos inolvidables del siglo XX.
Ya por vergüenza respecto a aquello de lo que la humanidad ha llegado a ser capaz, ya por mero instinto aventurero, o también por necesidad de aprendizaje y expansión del ser, la sociedad de nuestros días –aunque aún no en forma masiva- acrecienta progresivamente su estima de los perfiles que abarca. Cada vez adquiere más valor ser esa persona temeraria y curiosa que lo deja todo y se anima, esa persona que corre riesgos y finalmente deja el nido. Incluso las grandes compañías modernas, ven en esto una cualidad atractiva a la hora de seleccionar empleados.
La sociedad en que vivimos ha dejado de ser aquella industrial en que el valor residía en la productividad homogénea, donde el operario ideal era aquel que trabajaba de modo tan similar a una máquina como fuera posible. En nuestros días, la sociedad de la información condiciona un paradigma opuesto. Reviste mayor importancia la conciencia de cambio, por oposición al conformismo. Así, aquellas personas creativas y visionarias que apuntan a lograr un conocimiento extenso y minucioso de la escena imperante como mera materia prima a transformar, son las que marcan la diferencia. La sola consideración de rendirse como una opción está llegando al punto de ser casi mal vista y el temor, inaceptable.
En primera instancia, y hasta no hace mucho, la estrategia fue la integración, que derivó en la preferencia por lo universal en detrimento de la singularidad. Gradualmente, sin embargo, comenzaron a surgir los planteos de pros y las contras de la globalización. Al parecer, esta versión “unificada” del mundo es útil más que a nada, a la adrenalina: las posibilidades increíblemente versátiles del comercio, el vértigo de la comunicación instantánea y la imagen benévola que se esparce de poder disfrutar “la misma” comida Thai en un puesto barrial o, con suerte, un restaurant de casi cualquier ciudad occidental que antaño hubiera hecho falta ir hasta Bangkok para conseguir. Luego, no falta quien se apresura a recordar algún que otros beneficios tan dispares como los migratorios, surgidos de convenios bilaterales o regionales, o la aparente maravilla que implica poder conseguir donde uno esta productos provenientes de sitios ubicados a miles de kilómetros. Y con esto último surge, claro, la conciencia de marca y la vanidad que le sigue de cerca.

Tai Ka Lok, Chinatown (London) © Elliott Brown
No obstante, la erosión que el objetivo global causa a la riqueza que otrora residía en la unicidad de las distintas culturas no tardó tanto en llamar la atención. La preocupación por revertir una situación casi tan extrema como el etnocentrismo que queremos evitar se materializa cada día más en esfuerzos por equilibrar la balanza.
El objetivo, hoy, consiste en continuar la lucha por imponer la aceptación, en oposición a la discriminación de aquel que es diferente a uno y al egoísmo, pero no desde una perspectiva aún etnocéntrica como lo es la adaptación del otro a lo universal resultante de la globalización, sino desde el conocimiento y la concientización.
Estamos inmersos en una etapa fértil de cambio y oportunidades. El paradigma impositor del ideal alienado está cediendo frente al ideal versátil, múltiple, influido e influyente. Y lo remarcable es el hecho de que no es tanto (o solamente) un influjo marginal al que tomará tiempo penetrar la esencia estructural, sino que tiene un gran foto en la cúspide. Son las organizaciones más relevantes y modernas y varias de las empresas cuyas acciones más cotizan en bolsa las involucradas. Es por esto que el cambio viene indisociablemente unido a lo formal y las posibilidades concretas. Como consecuencia, cobran más relevancia las pruebas que lo abstracto y ese movimiento que nos distingue como humanos recobra gradualmente el valor que tuvo cuando fuera necesario en la prehistoria para conseguir el alimento que escaseara en el sitio de origen, dejar los árboles y buscar un destino más allá.

Bosque © Mariete
Este es el origen del “movimiento aplicado”, de los viajes y las migraciones ya no como una opción marginal y superflua sino como evidencia contundente de crecimiento, aprendizaje y valía. En un mundo en que no ha mermado en absoluto la competencia y ésta, además, crece frente a cada crisis, una carrera académica y/o profesional con grandes logros desarrollada en un contexto uniforme no transmite, de ninguna manera, lo mismo que el perfil del sujeto que, sin alcanzar necesariamente logros concretos, se ha animado. Aquel que demuestra que no le teme al riesgo y que está dispuesto a hacer frente a las consecuencias, gana. Aquel que se decidió por un desarrollo que integrara cambios, como podría ser, entre infinitas variantes, haber hecho una licenciatura en un continente, vivido y quizá incluso trabajado en otro y preferir la idea de estudiar un mástel en un tercero, tiende a ser integrar el target deseado por las grandes organizaciones líderes modernas. Y quizá este sea el más leve de los beneficios, pues el sujeto que ha realizado un recorrido semejante conoce a sus pares en el extremo opuesto del mundo y sabe de qué habla exactamente cuándo refiere a ellos y qué respeto les debe. ¿Habrá acaso una mejor estrategia para lograr la paz que ésta?
Portada: Alma viajera © Bachmont