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Mito | Revista Cultural
Escénicas

Ayer y hoy de nuestro espectador

Por Rafael Negrete Portillo el 21 abril, 2014 @_Rafael_Negrete

De cómo la historia de la escena española adecúa la metamorfosis del público de teatro a las tendencias, distintas y distantes, de las propias necesidades dramáticas.

 

La evolución —revolución o involución, según se mire— de la aceptación generalizada del término ‘público’, como la de aquel del espectador que asiste a la representación de un espectáculo relacionado con las Artes Escénicas y, más concretamente, con el universo teatral, coliga, irremediablemente, con la trayectoria que éstas han recorrido a lo largo de los siglos y que, de manera reduccionistamente simple, deviene de las comúnmente conocidas como corrientes literarias, donde los gustos —y disgustos— de la audiencia son, a la par, influenciados e influyentes.

Sin reabrir el debate y hurgar en vetustas llagas sobre la coherencia de la afirmación —a nuestro juicio tan acertadamente desacertada— que tiende a incluir, pseudo-axiomáticamente, al teatro como sub-categoría literaria, es decir, teatro=literatura, proponemos, en las siguientes líneas, una abstracción, dentro de nuestras posibilidades, que trate de revisar la transmutación que ha sufrido el concepto mismo de ‘espectador’ desde aquel parvo teatro renacentista hasta nuestros días: la segunda década del siglo XXI donde la mixtura de montajes —preceptivos, performáticos, neovanguardistas…— parece querer reinventarse cada segundo, girando en un punto indeterminado del continuum en cuyos extremos pivotan los sistemas de observación cáusticos y enquistados, por un lado (espectador domesticado: silencioso, anodino, predecible en aplausos y risas), y las extravagancias tangenciales a la propia definición teatral, por otro (público “revolucionista” —que no revolucionario— y extra-dramático, capaz de conmutar el rol de espectador con el de actor).

Concebimos imprescindible demarcar los términos que servirán de eje a nuestra disertación. Cuando nos referimos a espectador y a su mutación como ente ‘necesario e imprescindible’ del teatro, lo hacemos teniendo en cuenta —para este estudio—, a aquel que se asoma al marco espacial de nuestro país. Es cierto que en los confines temporales de la Edad Media, la frontera geopolítica española tendía al baile entre reinos, condados, ducados, marquesados y otros ‘–ados’ de la tierra… Acéptesenos, por favor, de antemano, poder mal nombrar —según las características fronterizas de dichos siglos— a la ‘península’ como el territorio que conocemos hoy, en 2014, con el nombre de España, para encuadrar así la escena y al público que la observa, soslayando —más por cuestiones de extensión en “negro sobre blanco” que por interés académico-divulgativo— referencias a otros ‘teatros’ (isabelino, tendencias neoclasicistas francesas, vanguardias alemanas…) en su contexto geográfico, que no en su influencia y latencia para con nuestras piezas dramáticas.

Acotada la zona, detengámonos un instante en asentar qué es aquello que entendemos cuando decimos “espectador”. Según la Academia, se trata del que “mira con atención un objeto”, de aquel “que asiste a un espectáculo público”. De dudosa validez pragmática para este análisis, recurrimos a la definición de, precisamente, “público”, advirtiendo que las entradas más acordes detallan: “conjunto de las personas que participan de unas mismas aficiones o con preferencia concurren a determinado lugar […]; conjunto de las personas reunidas en determinado lugar para asistir a un espectáculo o con otro fin semejante”. Acepciones más acordes, sí, pero igualmente insatisfactorias pues, teniéndolas en cuenta, nuestra afirmación de que ese público-espectador se trata de un ente ‘necesario e imprescindible’ para y del teatro, parece caer en vacío. No obstante compartimos casi en su totalidad —aún seguimos reflexionando sobre algunos aspectos— la consideración del binomio inseparable: público/actores (García Barrientos, 2010) sin el cual, el teatro, per se, dejaría de ser él mismo.

De momento, quedémonos con una definición de espectador implícita —más que explícita— desprendida de las palabras del marsellés Artaud, quien igualaba el compromiso del público observador al del actante ejecutor: “El teatro es un acto sagrado que empeña tanto a quien lo ve como a quien lo ejecuta” (Artaud, 1936: 106).

Cia de Teatro Medieval

Cia. de Teatro Medieval

Durante los principales espectáculos teatrales que se dieron en la península en el siglo XVI, podríamos diferenciar dos grandes grupos de espectadores. Un público cortesano y un público devoto.

El primero subyace en el contexto de ‘la fiesta’. Sin ir más lejos, varias piezas de Torres Naharro fueron compuestas exprofeso para aristócratas, para gente selecta de la corte y de la Iglesia. Asimismo, “otro dramaturgo que escribe para un público eminentemente cortesano, el de la corte del rey portugués don Manuel y de su hijo Juan II, es Gil Vicente” (Ruano de la Haza, 1999: 38).

El segundo conjunto es el del espectador devoto, el cual responde directamente al tejido cultural teocrático de la época, resultando de una propuesta teatral ad hoc para la transmisión de “conocimientos considerados y pregonados como ‘verdades’ por las instancias religiosas dominantes” (Hermenegildo, 1994: 89).

Si consideramos que el teatro renacentista “puede definirse como la acumulación de experiencias tendentes a la formación o al descubrimiento del espectador en el sentido moderno del término” (Hermenegildo, 1994: 200), nos hallamos ante un generoso esbozo propedéutico del futurible ‘público profesional’.

Lope de Rueda, punto de inflexión en la andadura hacia la profesionalización del arte de Thalía (Negrete Portillo, 2014) forma parte de la regeneración de ambos conjuntos de observadores escénicos —y de tantos otros degustadores de pasos, danzas, monterías, teatros universitarios…—.

A nuevas formas de expresión dramática, ‘re-novados’ espectadores. Cuando el teatro sale de sus reductos, de sus ‘espacios en alquiler’ y llega a los lugares construidos —y en construcción— con la clara y única intención de poner en escena piezas teatrales de la mano de ‘actores profesionales’, el espectador también se “profesionaliza”.

Comediantes de la legua y compañías de título, darán en el barroco con un espectador que no sólo asiste y asiente, sino que ha hecho ‘paladar’ al drama y ‘oído’ a la comedia, que exige y otorga. Lope de Rueda escribe para el ‘hoy’ y no para el ‘mañana’, abriendo, como decíamos, la puerta al futuro de la época más boyante de nuestra dramaturgia. Aquel que Moratín rebautizaría como “padre del teatro español”, se debe en cuerpo y alma a la actuación de su tiempo, a “ese presente lleno de públicos que esperan a Lope de Rueda y su teatro ambulante” (Ruano de la Haza, 1999:106).

El perro del hortelano (de Lope de Vega) CNTC Montaje de Eduardo Vasco

El perro del hortelano (de Lope de Vega), CNTC. Montaje de Eduardo Vasco.

Los espectadores de nuestro(s) Siglo(s) de Oro se extasiaban con los textos de Mira de Amescua, Juan Ruiz de Alarcón, Tirso de Molina, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Agustín Moreto, Conde de Villamediana, Rojas Zorrilla… Se embriagaban con ‘los teatros’ y la gran variedad de espacios: plazas públicas, calles, recorridos del Corpus, jardines y estanques, casas particulares, universidades y en, cómo no, corrales de comedia.

El público ‘aurisecular’ era un pulso latente, vivo y revitalizante del propio espectáculo, partícipe en comedias, en festejos alegóricos, justas, entremeses y pasos, en tragedias, bailes, jácaras, mojigangas, autos sacramentales… El espectador era el motor y vehículo real del mayor entretenimiento de la época. Cuando accedía al recinto —que elegían de manera libre como “espectadores profesionalizados”—, vibraba con reconocidas compañías que subían a las tablas textos de poetas prestigiosos y cuya bondad dramática resulta, aún hoy, indiscutible.

Aquella gente vivía el teatro, disfrutaba de la alojería, comía, bebía, hablaba durante partes de las largas jornadas, aplaudía, abucheaba, pateaba y, si un pasaje le resultaba conmovedor, pedía que el actor lo repitiese, declamándolo de nuevo para el deleite del respetable. Un teatro al aire libre —más allá de la vela o lienzo que sombreaba vagamente patio y aposentos— que poco a poco fue techando sus edificios y, con estos, mutando la morfoculturalidad de la heterogénea audiencia: mosqueteros, soldadesca, artesanos, villanos, nobles…

La influyente arquitectura italiana genera, con especial intensidad en los años cuarenta del siglo XVII, cambios en los medios y, por tanto, en las puestas en escena venideras: el telón de boca que separa totalmente sala de escenario o el techado y cerrado del corral, que fuerza la maquinaria luminotécnica, son solo un par de ejemplos de cómo, al modificar las condiciones del espacio, se deben, lógicamente, reacomodar las condiciones de la representación.

CNTC El perro del hortelano, Lope de Vega, ve rsión de Edu ardo Vasco

El perro del hortelano (de Lope de Vega), CNTC. Montaje de Eduardo Vasco.

Con el siglo XVIII se reabre el debate sobre si era mejor para el Arte Escénico su adaptación, estético-preceptiva, a la actualidad dominante o si era mejor su continuidad de modas y modos. Decimos se reabre pues, años antes, Lope —de Vega en este caso— habría sido el impulsor de la renovación formal para la composición dramática, dejando, como diría algún ‘pseudo-intelectual’ de hoy en día, testimonio “autoetnográfico” en su Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo (1609).

El espectador se ve de nuevo relegado a una posición de discente deudor de adoctrinamientos: “De manera general, la actividad teatral a lo largo del XVIII mantiene las características y condiciones de los siglos anteriores, pero la presión del movimiento ilustrado, la nueva estética que significaba el neoclasicismo y la consideración del teatro como elemento didáctico al servicio del gobierno generaron una serie de cambios que sólo se notaron realmente en una época posterior.” (Álvarez Barrientos, 1999:70)

Francisco Bayeu, más conocido como el conde de Aranda, en 1767 introdujo —por no decir impuso— la estética clasicista a través del pliego de requisitos y normas para los edificios teatrales y para las compañías. El gusto afrancesado no llegó a calar en el público dieciochesco que tenía el buen sabor de boca de la polimorfa versal de los poetas áureos. El rechazo se produjo también contra los nuevos paradigmas destinados a decorados y pinturas escenográficas (Arias de Cossío, 1991: 25-39), sin alcanzar, pues, el pretendido asentamiento ni la perdurabilidad que se quería imponer a la, sabia no —permítansenos que se nos vea el ‘plumero’ de subjetividad—, proverbial audiencia.

No obstante, el Siglo de las Luces demarca el momento decisivo en el que el teatro se desliga de la composición poética, suprimiendo los versos del texto dramático. Interesante es cómo, precisamente en esta época de separación entre prosa y poesía sobre las tablas, es cuando se acomodan en la lengua española las voces que nos competen, ya que “si retrocedemos un siglo más y buscamos público y espectador en un texto del XVII que hable de teatro, es casi seguro que no encontraremos en él ninguno de los dos vocablos, sino aquellos otros que los precedieron: oyente y auditorio en vez de espectador; pueblo, vulgo o similares, y también auditorio en el caso de público.” (Álvarez Miranda, 1988: 45).

Entre telas 1

Entre-telas

El predominio clasicista llegará hasta la tercera década del XIX, donde la pretensión de armonía sumada a la función didáctico-doctrinante genera un gran estatismo en los espectáculos: un teatro de fuerte salmodia donde el respetable se está acostumbrando a que el actor se dirija directamente a él en un despliegue de agotadora declamación. El espectador debe proscribir la visual en pro de la audición. Aun así, autores como Moratín o actores como Isidoro Márquez, articularán los forzajes máximos de los preceptos textuales e interpretativos, respectivamente, en búsqueda de re-evolución y ruptura del estatismo.

La curva logarítmica de sucesiones estéticas —corrientes— acelera su pronunciación a partir de 1830. Gustos que perduraban siglos se agotan ahora en cuestión de décadas. La irrupción del romanticismo (con su melodrama y dramas románticos) en nuestros escenarios libera al espectador de su grillete discente, orientándolo hacia nuevos horizontes —lastres o alas, depende a quién se consulte—. Los actores dialogan entre sí para que el público ‘oyente y vidente’ empatice con esa exaltación del “yo” romántico y sea capaz de soñar con y en el teatro: recordemos a Hartzenbusch con Los amantes de Teruel, al Duque de Rivas con su Don Álvaro o la fuerza del sino, o a José Zorrilla con el emblemático Don Juan Tenorio.

A finales de los cuarenta —del XIX, evidentemente— la historia nos habla del triunfo de la “alta clase media”, ergo, imposición de sus modas y placeres. Nos hallamos ante un público cambiante, selectivo y selector de ‘alta comedia’ y de ‘teatro realista’. No es cuestión de revoluciones, como fueron las románticas, sino de evoluciones ‘racionalizadas’ que se anexan a las perspectivas ideológicas. No perdamos de vista cómo la pretensión especular de la realidad burguesa deriva felizmente —entre otros— en el género chico, por un lado, y en los pasos que dibuja Galdós —en particular con su estreno de Realidad en marzo de 1891— hacia lo que A. Trapiello denominaría como “generación del novecientos” (española, no la hispanoamericana) donde tendrían cabida naturalistas, modernistas, realistas y los de comienzos del XX, por otro lado.

El cierre decimonónico se filtra pues con la irrupción de las vanguardias y el avance hacia la multiplicidad de teatros: artísticos, comerciales, públicos y privados, de estudio o de experimentación, promovidos desde el gobierno o perseguidos desde el régimen —sea cual fuere—, generando así una ebullición coherente del caldo de cultivo que los aficionados a deleitarse con el Arte de Thalía experimentarán a lo largo de todo el siglo XX. Las politizaciones y tendencias ‘tendenciosas’, manipulaciones y arengas de masas afines a unos u otros bandos, regurgitan a un espectador, en nuestra humilde opinión, anodino y cansado de dar vueltas en el conflicto escénico de ‘Ilusionismo Vs AntiiIusionismo’.

Escritores, poetas, dramaturgos, teóricos del teatro… son enarbolados —voluntaria o involuntariamente— como estandartes de nuevas vías de investigación, en el mejor de los casos (Chejov, Kantor, Grostowsky, Brook…); o como abanderados de ideales sociopolíticos, en el peor de ellos (Lorca, Aub, Pemán, Alberti…).

Entre telas 2

De este modo entramos en la tolvanera de aquello que se nos definió: “conjunto de las personas reunidas en determinado lugar para asistir a un espectáculo o con otro fin semejante”: el recién nacido ¿espectador del siglo XXI?

A nivel personal diremos que, a un tiempo actantes y discentes de esta arte, creemos poder señalar cómo venimos observando —y realizando— una constante búsqueda de nuevas formas de llegar al público. Se generan espacios alternativos donde la frontera proscénica que separa la sala del escenario pasa de difusa a inexistente; se componen piezas dramáticas contando con la intervención directa del respetable para determinar el desarrollo de los acontecimientos; se pretenden nuevas conductas de expresión y de comunicación que sobrepasan la herramienta clásica de ‘voz/cuerpo’… Y todo ello, sin dejar de tener presente el otro extremo del continuum que referíamos al inicio, donde los montajes convencionales —más allá de la pátina de “contemporaneización” [sic] con que se barnizan— siguen estando presentes en la mayoría de los teatros comerciales (privados) de la capital, reclamando tristemente a un ‘espectador domesticado: silencioso, anodino, predecible en aplausos y risas’.

Hace justamente una década —antes de la crisis y con un IVA sensato para la cultura—, en mayo de 2004, La Red Española de Teatros, Auditorios y Circuitos de titularidad pública, publicó un estudio en el que se indicaba que “el perfil medio del espectador es: mujer, de entre 25 y 44 años, soltera, sin hijos, con estudios universitarios y una renta media inferior a 18.000€”, advirtiendo que “los factores que explican el bajo nivel de consumo de artes escénicas en España son: 1) El bajo nivel de identificación de los no consumidores con el perfil de la audiencia habitual de espectáculos. Si bien el público habitual es de clase media, media-baja en cuanto a ingresos, los ‘inhabituales’ suelen atribuir características como la de contar con un alto nivel cultural, vestir elegante y tener una renta elevada. 2) Escasez de políticas dirigidas a captar públicos de menor edad.” (VVAA, 2004: 94)

Probablemente, hoy en día, dicha situación haya cambiado —no podemos opinar si a mejor o a peor por falta de nuevos datos cuantitativos—, lo que sí podemos concluir es, a modo de comparativa entre aquel primer conato de espectador profesional del XVII y el público del 2014, cómo los límites mismos del concepto “teatro” parecen caer en una niebla reconfortante para depende qué compañías-empresas, nebulosa capaz de enmascarar cualquier ‘espectáculo’ como, precisamente, eso: “teatro”. No somos ni queremos pecar de puristas o defensores integérrimos de la preceptiva clásica, de hecho… ¿cuál es ésta? No, lo único que señalamos es que quizás, la evolución de ‘el respetable’, una vez más, esté ligada a la propuesta de la cartelera en un círculo vicioso dantesco.

THE THEATRE BIZARRE

The Theatre Bizarre

El arte, más concretamente ‘el escénico’ es, a nuestro parecer, un éter volátil incontenible e incontinente. Por más cerramiento cautelar de diseños arquitectónicos modales, por más pretensión socio-política que lo encorsete, o por mayores tribulaciones económicas que condicionen ambos lados del desaparecido proscenio, la más pura esencia del teatro —de la que nos hablaba ya Aristóteles (en el siglo IV a.C.)— seguirá latente mientras continúe existiendo el mencionado binomio público/actores.

Como cierre sólo añadiremos que la catarsis (κάθαρσις) aristotélica, esa purga psicofísica y moral que experimenta el asistente a una tragedia viendo cómo su héroe, tras encontrar un obstáculo, sufre una revelación y adquiere un conocimiento —anagnórisis—… La kátharsis, esa purificación especular para el espectador que con el paso de los años convirtió al héroe en hombre y a éste en esperpento, es, para nosotros, la clave a la hora de concebir el teatro.

Bien sea por medio de una tragedia, de una comedia, de una tragicomedia… a través de un espectáculo de teatro musical, de microteatro, de teatro de calle… Ya se trate de una escena monologada, de un diálogo o de un parlamento coral… mientras el espectador de siglo XXI —nosotros y ustedes—, seamos capaces de emocionarnos, de, tal y como ocurría con las gentes del Siglo de Oro, vivir el teatro, éste seguirá existiendo. Acomodado o no a cánones audiovisuales —que más tienen en común con la narrativa que con la escenificación—, creemos necesario lanzar el guante y retar, al menos a la reflexión, de lo interesante que sería lograr que el público ‘neosecular’ llegue a ser como aquel ‘aurisecular’: un pulso latente, vivo y revitalizante del propio espectáculo, de nuestro teatro.

Portada: Spectators in the grandstand at the Royal Adelaide Show

Para saber más:

Álvarez Barrientos, Joaquín, “Siglo XVIII”, en Historia de los espectáculos en España, coord. Andrés Amorós y José María Díez Borque, Editorial Castalia, Madrid: 1999.

Álvarez Miranda, Pedro, “Una voz de tardía incorporación en la lengua: la palabra espectador en el siglo XVIII”, en Coloquio internacional sobre el teatro español del siglo XVIII, Rinaldo Froldi (ed.), Abano Terme, Bolonia: 1988.

Arias de Cossío, Ana María, Dos siglos de escenografía en Madrid, Editorial Mondadori, Madrid: 1991.

García Barrientos, José Luis, Actuación y escritura (teatro y cine), Ed. Paso de Gato (Cuadernos de Ensayo Teatral) México D.F.: 2010.

Hermenegildo, Alfredo, El teatro del siglo XVI, Ediciones Júcar, Madrid: 1994.

Negrete Portillo, Rafael, “El origen del actor profesional” en Mito Revista Cultural. ISSN 2442-7050, Marzo 2014. Disponible en http://revistamito.com/el-origen-del-actor-profesional/

Ruano de la haza, José María, “Siglos de Oro”, en Historia de los espectáculos en España, coord. Andrés Amorós y José María Díez Borque, Editorial Castalia, Madrid: 1999.

VVAA, “El perfil del espectador” en La ratonera revista asturiana de teatro, ISSN 1578-2514, Nº 11, Mayo 2004.

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Rafael Negrete Portillo

Actor, director y dramaturgo. Doctorando. Máster en Teatro (UCM). BA Hons Drama (Kent). Autor de 'Último Sujeto' (Ed. Anagnórisis), textos literarios y artículos especializados. Investiga sobre teatro psicológico y cubista.

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