¿Es posible que el pensamiento occidental reformule su concepto de identidad?
La cuestión de la identidad es uno de los temas capitales del mundo moderno porque a partir de ella pueden reivindicarse ciertos derechos, pero a la vez puede suponer un problema más que una solución al jugar con el peligro de la exclusión de la alteridad.
En el número del mes pasado, Julián Naranjo Escobar escribía un interesantísimo artículo titulado Alteridad. El Otro, el Discurso y el Aula en el que se hacía una reflexión sobre cómo el pensamiento occidental ha tratado la inabarcable e indefinible cuestión del Otro como un “Yo mismo”, es decir, como un “igual que yo” en el que toda alteridad queda suprimida por el ego de aquel que trata de conocer al Otro. Para ello, remarcaba que es necesario, más que nunca, una educación intercultural que ayude a la construcción de una sociedad democrática y pluralista, preservando la alteridad como posibilidad de la pluralidad y, a su vez, de la esencia de la democracia. El filósofo Emmanuel Levinas pensó alrededor de esta problemática hasta el punto en que al leerlo nos brinda la posibilidad de pensar que la eliminación del otro se da en el momento en el que el “Yo” pretende determinar la alteridad desde su mismidad. Entonces, tal pensamiento es la condición de posibilidad para que, en el ámbito de la política, se dé lo que se conoce como genocidio: el exterminio sistemático de un grupo humano por motivos de raza, religión o política. En otras palabras, el genocidio es un altericidio perpetrado a través de los cuerpos y de la vida, siendo el motor de la causa la identidad, entendida ésta como inmutable, perenne y eterna. Sin embargo, el genocidio es el extremo dramático y sangriento, el reducto final del extremismo de la identidad, y por ello lo que nos interesa es abordar el tema desde algo más cercano, más cotidiano, cómo el concepto que tenemos de identidad se ha colado por las rendijas de nuestro pensamiento hasta convivir en los juicios de nuestra razón.
A pesar de que podemos entender la identidad como un concepto que hace referencia a lo inalterable, nosotros creemos que esto es un error propiamente occidental que ha imposibilitado otros pensamientos posibles simultáneos. La identificación con algún grupo de referencia en particular pasa muchas veces por la historia personal y social de los individuos, pero ésta está marcada por el lugar geográfico y el momento histórico y social en el que el individuo tiene que vivir. Muy al contrario de ser algo ahistórico y atemporal, la identidad pasa por la circunstancialidad en la que el individuo se encuentra inmerso, hasta el punto de llegar a estar estrechamente relacionado con aspectos muy íntimos de cada persona. De ahí que el problema tenga una doble dimensión, tanto individual como social.
Dicha problemática ha sido estudiada por diversas disciplinas de las ciencias sociales en este último tiempo, como la psicología, la sociología y la antropología, quienes han investigado la noción de identidad y procurado mostrar como lo personal y lo social están interconectados. Nosotros, sin embargo, intentaremos tratarlo desde un punto de vista filosófico y genealógico, es decir, intentaremos identificar cual ha sido el origen de tal preocupación y, por lo tanto, determinar la condición de posibilidad que ha permitido que la noción de identidad haya derivado a ser uno de los temas capitales del mundo moderno. Para ello iremos al concepto de “yo”, en tanto que es a partir de él que se puede gestar la noción de identidad, en la medida en que es la síntesis de las características que definen una unidad. Y es que al realizarnos la pregunta por la identidad, automáticamente la derivamos a la pregunta por el “yo”, y al cuestionarnos por nuestro “yo” estamos buscando las repuestas que nos identifiquen con aquello que podemos determinar como nuestro “yo”, para responder a la pregunta “¿quién soy yo?”.
Los amantes (1928), René Magritte
Cuando realizamos la respuesta a la pregunta ¿quienes somos?, respondemos a lo que representa nuestra identidad, es decir, aquello que creemos que permanece igual en nosotros a pesar de las circunstancias, a aquello que nos hace ser la misma persona aunque pasen los años y diversas situaciones. De alguna manera, todos somos capaces de compartir esta característica como la más evidente de la identidad, pero nos gustaría señalar que al hacerlo estamos confundiendo el concepto de “identidad” con aquello que es inmutable en una persona, si es que tal inmutabilidad en nosotros es posible. En un primer momento podríamos decir que la identidad personal es la síntesis que cada cual hace de los valores que le han sido trasmitidos, integrándolos según las características e intereses propios e individuales, así como sometidos a la trayectoria de la experiencia vital personal, hasta confundirlos en una amalgama de valores propios e individualizados que se muestran como los rasgos comunes de un individuo.
Si la identidad de un individuo – y colectivo – son los rasgos propios que lo definen, es decir, que lo identifican, cabe decir que la identidad no puede ser algo inmutable, sino completamente variable. Por ejemplo, nuestras creencias, nuestros sentimientos, incluso nuestra forma de comportarnos se ve modificado según las transformaciones del contexto familiar, institucional y social en el cual vivimos: ya sea porque envejecemos o porque cambiamos nuestro estatus social y/o profesional, aquellas características que nos definían en un determinado momento no tienen porqué hacerlo en otro. De ahí que la identidad no sea inmutable, sino transformable, alterable y adaptable a nuevas circunstancias, o lo que es lo mismo, la identidad es una estructura dinámica en continua formación. Cabría remarcar que esta imposibilidad de contención perenne de las características propias de una persona parece ser contradictorio con el concepto de identidad, pero tal vez hemos envenenado el concepto de identidad al despojarlo de su temporalidad. ¿Cómo ha sido esto posible?
Ortega y Gasset decía «yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo»[i], demostrándonos la doble cara de la misma moneda: la identidad de los individuos es el “yo” que los caracteriza, pero también la circunstancialidad en la que vive su vida, en la que su “yo” se despliega y relaciona, forjando esa identidad siempre mutable. Para tratar esta dualidad de la identidad personal y, porqué no, también colectiva, haremos un breve recorrido genealógico a la historia de la filosofía, iniciando su trayectoria desde la filosofía moderna fundada por Descartes, para demostrar lo que podríamos considerar el ego, o dicho de otra manera, qué es ese “yo” del que hablamos cuando nos referimos a él.
Retrato de René Descartes (1649), Frans Hals
La pregunta por el “yo” hunde sus raíces en el inicio de la filosofía moderna, apareciendo esplendorosamente en aquella famosa frase cartesiana que reza “cogito ergo sum”. A pesar de que Descartes pronunciara tal frase para demostrar la duda producida por la hipótesis del genio maligno capaz de engañarnos de la realidad, ya que éste no es capaz de hacernos dudar de que dudamos, ofrece como conclusión que hay un sujeto que, por el mero hecho de poner en duda las obras del genio maligno, está ahí, es decir, que existe. Empezaban a sentarse las bases del individualismo propio de la modernidad, así como a forjarse la idea del “yo” como una identidad separada de todo lo demás. De alguna manera, el “yo” propio de los sujetos sería el rasgo identitario de cada uno de los individuos. No podemos reprocharle a Descartes que intentara demostrar la existencia de un “yo” a través de la posibilidad del pensamiento ofrecida por la duda que la hipótesis de un genio maligno ofrece, pero el filósofo francés no profundizó en demasía sobre la pregunta por el “yo” en sus Meditaciones metafísicas.
Así, Descartes trató el “yo” como una sustancia que posibilita la duda y, por lo tanto, el pensamiento, transformando el ego en la condición de posibilidad del pensamiento y, a su vez, en la evidencia de la existencia del individuo. Siguiendo en la línea cartesiana, llegaría más tarde Kant, otro importantísimo filósofo para la impronta moderna occidental, que en su obra Crítica de la razón pura trataría el ego como la base de la gnoseología, es decir, de la teoría del conocimiento, siendo el “yo” aquella unidad que constituye la totalidad de las representaciones que percibe, teniendo la capacidad de diferir entre lo subjetivo propio del individuo y aquello externo y percibido por él: el objeto. No obstante, el “yo” kantiano es un “yo” del conocimiento, haciendo necesario trasladar la cuestión del ego a una reflexión más amplia. De ahí la relevancia de Schopenhauer en su magnífica obra El mundo como voluntad y representación, el cual consideraba al “yo” como la representación de la voluntad encarnada en una corporalidad, es decir, la personificación (representación) del deseo de vivir (voluntad). Schopenhauer consiguió trasladar la noción del “yo” más allá de la gnoseología, pero seguía anclado al concepto de inmutabilidad en tanto que consideraba que la identidad del individuo, aquello que lo personificaba, era la representación de una generalidad, siendo ésta una ilusión y, por lo tanto, todavía sujeto, en cierta medida, a la tradición del conocimiento inmutable. A pesar de ello, Schopenhauer abrió la vereda para repensar el concepto de “yo” heredado desde Descartes, permitiendo enfocar el pensamiento en la temporalidad de los conceptos y, porqué no, también de la propia identidad. Sería Nietzsche, posteriormente, quien, anunciando la muerte de Dios, sentaría las bases para sentenciar, también a muerte, el concepto de “yo” tal y como se había estado forjando en el pensamiento occidental, a pesar de que tal condena no se haría nunca del todo efectiva, en la medida en que la noción tradicional empezada por Descartes seguirá siendo, por mucho tiempo, la noción predominante a lo largo del siglo XX e incluso del siglo XXI.
Perseo degollando a Medusa (1554), Benvenutto Cellini, Cristina
El “yo” como la “voluntad” schopenhaueriana es para Nietzsche “una estructura social de muchas almas”[ii], es decir, un cuerpo en el que se esconde una pluralidad de personalidades en constante tensión, denominando como “yo” a esa “colectividad”, a esa pluralidad encerrada en el cuerpo. En otras palabras, y utilizando el lenguaje de Schopenhauer, la identidad del “yo” se haría a partir de la representación de los otros egos, en la que la propia identidad no sería más que una composición de otras identidades, quedando anulada toda identidad allende de la mutabilidad en la medida en que la propia identidad sería el resultado de la relación con los otros egos. Quedaría borrada, pues, toda identidad excluyente de la alteridad, siendo ésta la condición de posibilidad de la primera: el “yo” dejaría de existir tal y como Descartes lo planteó, para pasar a ser un concepto vacío en el que la identidad necesitaría de la circunstancialidad. De alguna manera, Nietzsche sentaría las bases para una reformulación del concepto de identidad, y en gran medida, una reformulación de los valores (o inversión de valores como el denominaba) de occidente. Por eso creemos que la construcción de la identidad no es un trabajo solitario e individual, sino que se realiza y se modifica en el encuentro con el Otro, en el que la relación entre el “yo” y los otros se da lo que se conoce por identidad.
Podemos concluir, pues, que desde Nietzsche el “yo” es algo puesto por el pensamiento, una creencia falsa que obtiene su valor y su firmeza del hecho de constituir una condición de vida, pero que en sí tan solo es la generalización artificial del sentimiento de vivir, es decir, una creación ficticia originada a partir de la relación entre varias y diferentes identidades que nos permite mostrarnos ante el mundo, pero que a la vez tal muestra nos condiciona el modo de vivir.
En consecuencia, contra lo que proclamaba el racionalismo, el sujeto no es el origen del conocimiento, sino que los individuos son el receptáculo de una pluralidad de identidades otras que no se pueden separar de la pluralidad misma que constituye el devenir del mundo y la existencia de los demás individuos. Así, la ficción de la identidad ofrecida por el sujeto o el yo, no es más que una máscara que se desplaza continuamente, poniendo en escena a un personaje u otro – un “yo” u otro “yo”– según las exigencias de las circunstancias. Es ahora cuando volvemos al inicio de la reflexión y recuperamos aquella frase a la que, en cierta medida, le debe su fama.
Jose Ortega y Gasset en los años 20
Según el filósofo español, la filosofía moderna, en sus ansias de querer emanciparse del yugo de la especulación, de los prejuicios y de las creencias irracionales e ilógicas, pecó de exceso de confianza en la razón, llegando incluso a oponerse a la vida para conocerla. El pensamiento occidental iniciado por Descartes se perdió en un soliloquio en el que el ego ocupa el pensamiento excluyendo toda alteridad que no sea la propia racionalidad propiciada por la conciencia – por el “yo” – del individuo que piensa (cogito ergo sum). Ortega y Gasset quiso corregir este error filosófico e intentó devolver a la razón su postura correspondiente para con los individuos, a saber, subordinada a la vida. Nacía su raciovitalismo, pero no podía argumentarlo si no era defendiendo que la verdad de la realidad sólo es posible desde el sujeto que la mira, es decir, que la verdad es perspectivista. Esto conducía a pensar que todo individuo esta, en tanto que en unas determinadas circunstancias, condicionado también por ellas, por aquello en lo que vive y, por ello se realiza a través de sus relaciones para con su cotidianidad, que son sus circunstancias. La frase «yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo» resume el pensamiento de Ortega al decir que no existe el individuo en sí, sólo y aislado de la realidad, sino inmerso y participando de ella. Así, la identidad del propio individuo no sería más que el reflejo de sus intereses contextualizados en unas determinadas circunstancias. Se rompe, pues, la noción de sub specie aeternitatis, porque el pensar circunstancial piensa la vida que está aquí y ahora y no la que quiere mostrarse eterna e inmutable.
Al ocuparnos de las circunstancias en las que nos hayamos devenimos aquello que somos. No obstante, nuestra identidad no está determinada por nuestra circunstancialidad, pero si condicionada por ella. Y decimos que no estamos determinados por las circunstancias porque éstas también las queremos modificar en muchos momentos. Por ello concluye Ortega que las circunstancias son el dilema ante el cual tenemos que decidirnos, ya sea para modificarlas, ya sea para conservarlas, pero en todo caso, nos obligan a decidirnos, es decir, a ponernos ante ellas. En resumidas cuentas, todo individuo, aunque no esté determinado por las circunstancias en las que vive, sí que está influido por ellas al ser el dilema con el que lidia, ya que es aquello en lo que vive. El individuo se forja a través de sus relaciones para con su cotidianidad, que son sus circunstancias, es decir, con todo lo otro que no es él. De ahí que pensemos que la identidad individual, así como la colectiva, no se forja desde el propio individuo mismo, ni desde una cultura propiamente, sino en relación con otra, en relación de unos con los otros. Así, cuando nos preguntamos por la identidad propia, la pregunta correcta no sería “¿quién soy?”, sino “¿quién soy yo en relación a los otros?”, derivando de ella una segunda pregunta, a saber, “¿qué son los otros en relación a mí?”.
A día de hoy, y como señalábamos al principio, la cuestión de la identidad es uno de los problemas capitales del siglo XXI porque todavía seguimos arrastrando, en cierta medida, la vieja noción de aquel “yo”, de aquella identidad más allá de toda circunstancialidad: la noción de que existen identidades inmutables y esenciales se ha colado por las rendijas del pensamiento y la reflexión, y han sido el motivo, sino la causa, de atrocidades perpetradas gracias a la creación ficticia de un pensamiento identitario. Baste señalar que el siglo XX es el siglo de los genocidios (armenio, judío, los kulaks soviéticos, Camboya, Bosnia y el olvidado a su suerte, el genocidio ruandés, del cual cumple 20 años). No obstante, no hace falta irse a las devastadoras catástrofes humanas para ver tal problema, sino que el mismo día a día da muestras de ello. En occidente y en todos aquellos lugares en que occidente ha penetrado en el pensamiento, ha surgido la idea de identidad tal y como tradicionalmente la conocemos, no sólo individual, sino también colectiva, haciendo hincapié en la idea esencialista de la misma. Así, por ejemplo, podemos observar como las demandas nacionalistas europeas, de más de una centuria de tradición, han crecido exponencialmente a lo largo de la crisis económica y política de Europa, o la identidad estadounidense como motivo armamentístico ha sido el motivo de defensa a lo largo de su historia del siglo XX, o el uso de la identidad rusa en el actual conflicto ucraniano iniciado en la península de Crimea, etc[iii]. Resumiendo, lo que nos gustaría señalar es que tales sentimientos nacionalistas y/o identitarios no son la causa de una crisis, sino que son la consecuencia de un pensamiento que actúa como condición de posibilidad para que pueda darse. Y es que sin él, ninguna crisis sería capaz de señalar la identidad como parte de la solución de ningún problema.
‘Tio Sam’. James Montgomery Flagg
Deberíamos pararnos un momento a pensar y reflexionar que, tal vez, el uso de la identidad occidental no ha sido sino una herramienta de instrumentalización de la humanidad que la padece, más allá de ser una herramienta liberadora. Y es que, siendo la identidad algo fútil y fugaz, enmascararse detrás de ella no demuestra más que un uso a través de ella: el uso de las personas mediante una creencia identitaria. Un uso, además, que es ajeno a los intereses circunstanciales de los individuos, pero que sí de interés para aquellos que, mediante las máscaras de la identidad, quieren ejercer el poder. Lejos quedan las conspiraciones y las cábalas, pero creo que deberíamos pensar que las colectividades identitarias pueden devenir en un problema cuando éstas son la máscara de asuntos más ponzoñosos, como las ansias de poder. Así, los ejemplos identitarios de Europa, Estados Unidos y Rusia, como anteriormente habíamos expuesto, no son meros sentimentalismos, sino el uso identitario para la posibilidad de canalizar un poder. No obstante, y a pesar de que la identidad – ya sea individual o colectiva – no es más que la máscara del protagonista de una obra de teatro que no hemos escogido, sí que podemos – o al menos deberíamos poder – cambiarla siempre que queramos. El dilema ante el que nos topamos es, si es posible, el cambio del pensamiento occidental hacia un pensamiento posibilitador de la alteridad, no sólo en lo exterior, sino en la alteridad dentro de la misma identidad del individuo, del “yo”, para poder realizar, como señalábamos al principio, una sociedad más democrática y pluralista. Tómese como antecedente la cita de Simone Weil en la que decía que «nada poseemos en el mundo –porque el azar puede quitárnoslo todo–, salvo el poder de decir yo. Eso es lo que hay que entregar a Dios, o sea destruir. No hay en absoluto ningún otro acto libre que nos esté permitido, salvo el de la destrucción del yo»[iv]. ¿Seremos capaces de renunciar al “yo” identitario tal y como en occidente lo entendemos? ¿Es capaz occidente de reformularse gnoseológica, ética y políticamente? Si lo hacemos, entonces podremos decir, haciendo alusión al cuadro de René Magritte, que esto no dejaría de ser Occidente tal y como lo conocemos. Todo dependerá de nosotros.
Portada: Ceci n’est pas une pipe (1929), René Magritte
[i] ORTEGA Y GASSET, José: Obras completas. Tomo I (1902 – 1916). Capítulo: Meditaciones del Quijote. Séptima edición de 1966 en Revista de Occidente. Madrid, Ediciones Castilla. Pág. 322.
[ii] Nietzsche escribe explícitamente «nuestro cuerpo, en efecto, no es más que una estructura social de muchas almas». NIETZSCHE, Friedrich: Más allá del bien y del mal § 19, (introd., trad. y notas de A. Sánchez Pascual), Alianza Ed., Madrid, 1985. Pág.: 41.
[iii] A pesar de lo expuesto, también nos gustaría señalar que la identidad puede, y en muchos casos es, una necesidad para salvar la propia alteridad, como por ejemplo ha ocurrido también a lo largo del siglo XX, ya sea desde la reivindicación identitaria y política de las excolonias europeas, ya sea dentro de los mismos estados europeos (como es el caso de Estados plurinacionales), en la medida en que la propia identidad es también un modo del desarrollo y la posibilidad de la alteridad. No obstante, esto daría, sin duda, para otro artículo.
[iv] WEIL, Simone: La gravedad y la gracia. Madrid, Editorial Trotta, 1994. Pág.: 44.